MAYRA DENISSE ORMEA SÁNCHEZ
Abogada por la Universidad de Lima, con mención Magna Cum Laude. Especialista en Derecho Corporativo y Laboral. Con especialización en Derecho Laboral en el PEE de Derecho Corporativo de la Universidad ESAN. Colaboradora permanente de Gaceta Jurídica. Miembro de la Sección Peruana de Jóvenes Juristas. mayra.ormea@gmail.com
SUMILLA
La Ley General de Sociedades cuenta con muchas disposiciones en las cuales se establecen derechos y obligaciones para la adecuada gestión de una sociedad. Sin embargo, en muchos casos, no se establecen sanciones para dichos supuestos, ni mucho menos existe una entidad que fiscalice el cumplimiento de los mismos. De esta manera, las disposiciones de esta norma quedan muchas veces en letra muerta y al amparo únicamente de la buena fe de las partes.
DESARROLLO
La Ley 26887 – Ley General de Sociedades (LGS) fue promulgada en el año 1997 y fue creada para regular el nacimiento, gestión, derechos, obligaciones, muerte y demás actos jurídicos al interior de una relación societaria. Sin embargo, desde su promulgación y hasta el día de hoy, las disposiciones de esta norma no han venido acompañadas de un organismo que las respalde y fiscalice su debido y oportuno cumplimiento.
En el ámbito del Derecho Laboral, en el año 2006 se promulgó la Ley General de Inspección del Trabajo, con el objeto de regular el Sistema de Inspección del Trabajo, su composición, estructura orgánica, facultades y competencias, de conformidad con el Convenio 81° de la Organización Internacional del Trabajo. De esta manera, se crearon las bases para que en el año 2014 inicie sus operaciones la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (SUNAFIL).
La labor de esta entidad es muy importante, pues se dedica a la vigilancia y exigencia del cumplimiento de las normas sociolaborales; a la orientación y asistencia técnica de los empleadores y los trabajadores; y a la conciliación administrativa de estos. De esta forma, gracias al trabajo de la SUNAFIL, tanto trabajadores como empleadores tienen una primera oportunidad para ser instruidos sobre sus obligaciones -en caso de no estar al tanto de ellas-, pero el empleador también podría ser sancionado ante algún incumplimiento.
En el ámbito fiscal también tenemos a la Superintendencia Nacional de Aduanas y de Administración Tributaria, la cual, si bien ejerce una labor de administración de nuestros tributos, también cuenta con una potestad sancionadora para quienes evaden o incumplen sus disposiciones.
De igual manera, en el ámbito del Derecho Migratorio, tenemos a la Superintendencia Nacional de Migraciones para hacer cumplir, a través del Procedimiento Migratorio Sancionador, lo establecido en el Decreto Legislativo 1350 y su Reglamento, pudiendo aplicar hasta la expulsión de los ciudadanos extranjeros, el impedimento de su ingreso por quince largos años y el pago de una multa.
De esta forma, tenemos que estas entidades han sido facultadas para sancionar a los administrados que desconocieran las normas que las regulan; sin embargo, la LGS no ha corrido la misma suerte y tiene un sinfín de disposiciones que, en muchos casos, quedan únicamente en letra muerta.
A saber, el artículo 4° de la ley bajo análisis dispone que la sociedad se disuelve de pleno derecho en caso perdiera la pluralidad de socios y no se reconstituyera en el plazo de seis meses. Sin embargo, y a pesar del peligro de estar nada menos que ante una causal de disolución, me pregunto: ¿Quién identifica, verifica y hace cumplir esta disposición? ¿Qué pasa si la sociedad irregular excede el plazo de seis meses y continúa en el mismo estado? Es más, ¿qué pasaría si el accionista que llevó más de seis meses como único socio suscribe con un tercero un contrato de compraventa de acciones con fecha anterior para evitar incurrir en esta causal? ¿Quién lo verificaría? La respuesta es simple: Nadie. Después de todo, los contratos de compraventa de este tipo se consideran acuerdos privados y no existe obligación de darlos a conocer ni presentarlos ante ninguna autoridad. Es verdad que existe la obligación de anotar la transferencia de acciones en el Libro de Matrícula de Acciones de acuerdo a la verdad y cuando esta se produce, amparándonos únicamente en la buena fe; sin embargo, no hay forma alguna de verificarlo. Nuevamente, porque no existe autoridad que supervise el correcto manejo de este libro, razón por la cual, su contenido podría ser adulterado.
Por otro lado, en el artículo 21°-A tenemos otro ejemplo de otra disposición que en algunos casos podría resultar siendo ineficaz en la práctica. Para ponernos en contexto, es necesario recordar que en marzo de 2020 se dispuso la inmovilización social obligatoria en nuestro país, con el fin de evitar la propagación del virus SARS-CoV-2, que produce la enfermedad del COVID-19. De esta manera, muchas actividades quedaron paralizadas al encontrarnos impedidos de salir de nuestros domicilios, pero otras fueron retomadas de manera remota. Siendo así, se hizo necesario posibilitar a las sociedades -cuyos Estatutos no contemplaran algún impedimento para ello- a llevar a cabo sesiones no presenciales válidas. Por ello, en mayo de 2021 se promulgó la Ley 31194, la misma que modificó el artículo 21°-A de la LGS, a fin de que las sesiones no presenciales de los órganos societarios tengan la misma validez que las sesiones presenciales, pudiendo realizarse a través de medios electrónicos u otros de naturaleza similar. No obstante, a pesar de que las sesiones fueran realizadas de manera virtual, evidentemente persistiría la obligación de levantar un acta que debiera ser firmada por escrito o digitalmente para luego ser insertada en el libro de actas correspondiente.
En este punto, debo mencionar que, si bien la modificación de este artículo es de gran utilidad para las sociedades en donde el ánimo social es adecuado y que, luego de reunirse en junta general, sus accionistas pasan a suscribir los acuerdos tal y como se han votado, quisiera traer a la imaginación del lector a una sociedad con problemas entre sus accionistas. En efecto, en la práctica, existen sociedades que han llevado a cabo las juntas generales de accionistas de manera no presencial, han cumplido con la formalidad de levantar el acta correspondiente y han remitido la misma a los accionistas para que plasmen su firma ológrafa o digital; y, sin embargo, han visto paralizada la gestión de inscripción de los acuerdos inscribibles debido a la negativa de alguno de los accionistas para firmar el acta. Pues, si bien cada uno ha cumplido con ejercer su voto a favor o en contra en cada uno de los puntos en la agenda y si bien todo ello ha quedado registrado en algún medio electrónico, ¿qué podríamos hacer ante la mala intención de un accionista al que se le ha remitido el acta para ser firmada y no quiere devolverla con su firma, para así evitar la inscripción de una decisión con la que éste no está de acuerdo? La respuesta es nuevamente: Nada. No podemos hacer nada para obligar a ese accionista a suscribir el documento y devolverlo de manera inmediata. Lo que sí podríamos hacer es demandarlo por los daños y perjuicios que estaría ocasionándole a la sociedad y, de manera extensiva, a sus socios, pero ello luego de un largo camino en el que primero se deberá verificar la existencia de los cuatro elementos de la responsabilidad civil: La conducta antijurídica, el factor de atribución, el nexo causal entre el hecho y el daño producido, y el daño propiamente dicho.
De igual manera, en el artículo 52°-A se establece que las sociedades deben proporcionar, a solicitud escrita de los accionistas que cuenten con 5% del capital o más, información sobre la sociedad y operaciones, siempre que no se traten de hechos reservados o que puedan causar daño a la sociedad; sin embargo, nuevamente la norma no dicta una sanción. Entonces, poniéndonos nuevamente en el supuesto de una sociedad cuyos accionistas no tienen una buena relación, tendremos que estos socios con al menos 5% del capital social no tendrán otra opción que acudir al Poder Judicial -con lo tedioso que ello implica- para hacer valer esta solicitud.
Similar suerte tendrían aquellos accionistas con más del 10% del capital social que hubieran acordado someter a la sociedad a una auditoría externa anual, conforme lo establece el artículo 226° de la LGS; y, aquellos que, al amparo del artículo 227° de la LGS hubieran solicitado la revisión de los estados financieros por auditores externos. La ausencia de una autoridad que fiscalice estas disposiciones pone en riesgo que las mismas realmente se respeten.
También tenemos ausencia de sanción y fiscalización -y, por tanto, incumplimientos a diestra y siniestra- en lo establecido en uno de los artículos más comunes de la LGS: El artículo 114°, el cual dispone el deber de los accionistas de realizar una junta “obligatoria” anual dentro de los tres meses siguientes de culminado el ejercicio económico. Sin embargo, una vez más la LGS no establece sanción alguna y, aunque lo hiciera, no tendría un órgano que la hiciera valer. Es por ello que, en la práctica, muchas sociedades no llevan a cabo esta junta que es de suma importancia, pues en ella se dan a conocer los resultados económicos del ejercicio inmediato anterior expresados en los estados financieros, se resuelve sobre la aplicación de las utilidades, se elige a los miembros del Directorio cuando corresponda, entre otros asuntos.
Y, a propósito de los documentos que deben ser revisados en la junta “obligatoria” anual, es preciso mencionar que el artículo 221° establece la obligación del Directorio (o de la Gerencia General, en ausencia de este) de formular la memoria, los estados financieros y la propuesta de aplicación de utilidades, en caso haberlas. Sobre ello, cabe precisar que, si el incumplimiento proviene del Directorio o de la Gerencia General es evidente que sería muy sencillo para la sociedad resolver los contratos de estas personas por su incumplimiento y reemplazarlas. Empero, ¿habría alguna consecuencia para la sociedad? La respuesta es no. La sociedad podría encargar dicha labor en otras personas y formular la documentación de manera tardía, pero su cumplimiento tardío no sería sancionado, ni fiscalizado.
También es oportuno mencionar lo dispuesto en el artículo 130° de la LGS, que establece el derecho de los accionistas a contar, de manera previa, con cierta información que fuera necesaria y estuviera relacionada con el objeto de la junta general para la que fueron convocados. No obstante, el accionista que viera vulnerado este derecho no tiene la posibilidad de acudir ante una autoridad que pudiera actuar de forma rápida y eficaz para que esto sea corregido antes de la fecha en la que ha sido convocado. Probablemente desistiría de hacerlo si supiera que su única opción sería el Poder Judicial.
Ahora bien, la falta de supervisión y el incumplimiento de las disposiciones de la LGS no siempre tienen consecuencias que podrían perjudicar a un accionista, también podrían perjudicar a terceros. A saber, el artículo 229° señala que la sociedad debería contar con una reserva legal equivalente al 10% de la utilidad distribuible de cada ejercicio, deducido el impuesto a la renta. No obstante, al no contar con una sanción, ni un órgano que la pudiera ejecutar, la sociedad -en una evidente mala práctica- podría echar mano de la reserva legal. Recordemos que la reserva legal sirve tanto para cubrir pérdidas como para respaldar el cumplimiento de obligaciones futuras, por lo que, disponer de la misma podría dejar a la sociedad en la imposibilidad de poder cumplir con sus obligaciones ante terceros de manera negligente.
Por su parte, el artículo 230° de la LGS señala las reglas que debieran ser observadas para la distribución de dividendos, pero tampoco se establece una sanción en caso alguna de ellas fuera incumplida. En ese caso, el accionista cuyos derechos fueran vulnerados tendría que acudir directamente al Poder Judicial para obtener tutela jurisdiccional efectiva. De la misma manera ocurriría con aquellos accionistas que, representando cuando menos el 20% de las acciones suscritas con derecho voto y al amparo del artículo 231° hubieran solicitado la distribución de dividendos en dinero hasta por un monto igual a la mitad de la utilidad distribuible del ejercicio, luego de detraído el monto que debe aplicarse a la reserva legal.
De acuerdo a todo lo mencionado, tenemos que nuestra LGS cuenta con disposiciones que quedan muchas veces en letra muerta y al amparo únicamente de la buena fe de las partes. El alto nivel de incumplimiento algunas veces nos coloca ante el dilema de llegar a cuestionarnos si debiéramos contar con una entidad que fiscalice y sancione el incumplimiento de sus disposiciones o, si debiéramos evitar tener más motivos para alimentar nuestra ya acostumbrada burocracia. Y es que, si bien es cierto quisiéramos que el empresariado peruano aprendiera y gestionara como debería y ello sería más fácil si contáramos con una Superintendencia que cumpliera una labor tanto de orientación como de sanción, no podemos dejar de considerar que, con mayor regulación, mayor sería la informalidad en un país ya altamente informal y cuya burocracia desincentiva la inversión.